lunes, 25 de abril de 2011

La obra de arte

Hace años sonaba con ese momento, tantas veces me había preguntado que se sentiría contemplando el lienzo original. Esa gran obra que más que ninguna otra representa la desesperación, expresa genuinamente el horror de la guerra, hace palpable la mutilación del espíritu humano. Y allí estaba, frente a mí, en su tamaño natural, el único cuadro en toda la pared de la larga sala, el único de todo el museo al que estaban asignados exclusivamente para él dos guardias, uno a cada lado. El Guernica de Pablo Picasso en el Reina Sofía, Madrid.

Y sin embargo, apenas podía sostener la mirada, no lograba concentrarme en la contemplación, la admiración, la sublimación que antes me inspiraran las réplicas en menor tamaño. Quizás porque en esos días ya me había saturado con los Goyas y los Velázquez, los Boscos y los Grecos. Pero no, no era eso, había algo que me distraía, otra obra de arte que desvía mi mirada. Entre la docena de turistas de distintas nacionalidades allí parados, solemnes y meditabundos, rindiendo culto a la pintura del genio malagueño, aguantándonos las ganas de sacarle una foto a pesar de la expresa prohibición, había una chica de unos veintipocos anos. Bella, aunque de una belleza sencilla y común, bien formada pero nada extraordinaria, estatura media, pelo castaño liso, rasgos faciales que no se asientan en la memoria. No la escuché pronunciar palabra que me sirviera de indicio, pero intuí que era italiana, no sé por qué, quizás por su vestimenta, quizás por mi sobredosis de arte renacentista. No era la Venus de Boticelli, pero tampoco tenía que serlo, porque como comprendí en aquel momento, no hay obra de arte por excelsa que sea que supere en belleza a una mujer bonita, no hay pintura, escultura, fotografía ni filmación que reproduzca la fascinación de una mujer en carne y hueso. Que tanto alboroto por unos tristes restos de toro y caballo, por ese cuadro viejo, descolorido y fatuo. Mejor salir del museo e irse a la playa.